jueves, 22 de diciembre de 2016

Al otro lado.

Todo iba normal, hasta que supe de tu llegada.
Ya había clavado mis ojos en tu cuerpo,
tus manos,
tus defectos.

Lloraba por no pegarte,
me mordía para que no sangrara.

Llegada a un piso desconocido,
hablar con alguien que, sintiéndolo mucho, no me recuerda a nadie que me haya hecho daño.

Comerme sus galletas,
y eso que no tenía hambre.

No de ellas.

Una pena tener que irme,
una pena ser responsable,
una pena ser cobarde.

Nos sangraron los labios de tanto hablar,
tanto acariciar con palabras.
De tanto no-pegar
(nos).

Lo que de verdad no pegaba era que durmieras en el salón.
Pero eso no lo sabíamos aún.

No me gustaba viajar, hasta que pasó poco tiempo.
Los auriculares ya no hablan,
se han callado,
para dejarme divagar
coleccionando billetes de futuros viajes.

Aquél sitio cuidó más de mi de lo que lo hacen las flores.
Y mira que les canto, les hablo y les cuido.

Nervios de primera noche.
Se disuelven entre abrazos,
caricias en el culo,
mordiscos.

Volvemos a la sangre.
Esta vez, teniendo más azogue.

Nervios de segunda noche.
Lloviendo, como no podría ser de otra manera.
Negando lo que era innegable,
como el beso de una funambulista.

Bendita mañana peluda.

Maldita tarde corta.

Nos mojamos la mitad de nuestro cuerpo.
El resto estaba hundido.
Y, desde entonces, dio comienzo lo sempiterno.

Mis malas artes me llevaran a matarte,
las dudas,
las penas.
Y aquí me ves,
loco por reanimarte.

Voy dejando entreabierta esta ventana,
que cuando venga el frío de enero se abra de par en par.
Y que cuando me pidas un beso,
no te lo querré dar.

Te querré
dar

más.

Mucho
más.









Lunas noches.

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