El robot, enamorado, miraba a la luna cada noche.
Pensando en sus cráteres, su tacto, su aire.
Pensaba en cómo iba a pedirle matrimonio.
Pensaba en la manera en la que iba a entregarse en cuerpo y tuercas.
De tener alma, también la habría entregado.
Un día, comiendo su chocolate favorito, ese que le hacía funcionar sus mecanismos, le tocó un premio.
El premio consistía en viajar a la propia luna.
No podía creer que, todo aquello que sentía desde que tenía consciencia, iba a convertirse en realidad.
Meses después, se dispuso a viajar a la luna.
Montó en el cohete.
Se puso su traje,
y voló hacia ella.
Al llegar allí, después de todo el viaje pensando en ella, se dispuso a disfrutar.
Lo primero que hizo, fue tocar el suelo lunar, tocar la superficie de su amada.
Respiró el aire de su amada.
Sintió cada rincón de su amada.
Pisó a su amada.
Ahí, la luna, enfadada, le dijo:
- Me acabas de hacer bastante daño al pisarme.
- Perdona.- dijo el robot. No era mi intención hacerte daño, de hecho...
La luna, muy enfadada, sentenció:
- Pedirás perdón, pero nunca
tendrás mi
absolución.
Lunas noches.
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