Una de las cosas que, con más cariño recuerdo de mi etapa en el instituto fue la suerte de que un profesor me diera clase.
Me enseñaba mucho más allá de lo que, se supone, debía enseñarme.Me otorgó la capacidad de amar un deporte.
La capacidad de pensar por mí mismo.
De luchar por lo que quiero.
De no luchar por lo que no lo merece.
Y me enseñó una historia.
La tituló: "El monstruo de las dos espaldas".
En la antigüedad, la tierra la habitaban unos seres con dos espaldas.
Cuatro brazos, cuatro piernas, y dos rostros.
Uno mirando a cada lado.
Pero sin pecho.
Sin parte delantera. O trasera.
Dos espaldas.
Los dioses, celosos del amor de estos seres, usaron su poder para separarlos.
Se creo, así, el hombre.
La mujer. El ser humano.
Desde entonces, vagamos por el mundo buscando nuestra otra mitad para provocar, una vez más, la ira de los dioses al unirse y convertirse en el monstruo de dos espaldas.
Esa historia se me quedó grabada a fuego.
Como todas las demás enseñanzas.
Qué suerte tuve.
Mala suerte la mía creer que un cuento pudiera ser real.
" En cualquier relación humana en la cual dos personas se convierten en una, el resultado siempre será dos medias personas. "
No se puede creer que vas buscando una mitad, puesto que reducirías tu existencia a la mitad, para formar un todo. Un uno.
Qué va.
Aquí se está para hacer lo que te haga feliz.
Te haga daño o no.
Si te hace feliz, es todo lo que necesitas.
Incluso ser una mitad.
Aunque está un poco jodida la cosa
si entregas tus dos mitades
y recibes
un puñado de mensajes
que dicen:
"Ahora que soy uno/a gracias a tu mitad,
ve y pide otra
que, ahora mismo,
tengo agujetas
de
tanto
amar."
Menos mal que la mecánica del corazón
está
para
arreglar.
Lunas noches.
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