Carmen, Isabel, María, María Encarnación, María Isabel, Alicia, Luna.
Uno de esos nombres es el nombre de mi hija. Lo tendrán que averiguar.
Una hija miope. Como su padre (y su madre, espero).
Le pusieron gafas cuando tenía 10 años. Estaba en clase, le hicieron unas pruebas y gafas.
"Solo para leer", le dijeron. La madre, muy tozuda, le hizo ponerselas para todo, aumentando así su miopía.
Esto, como todo en la vida, desencadenaría algo.
Desencadenó que tuviera gafas para toda su vida.
Por más que le ofrecía pagarle la operación para quitarse la miopía, ella no quería.
Aún con 29 años de edad, ella no quería.
Con un hijo, y otro en camino, rechazaba mi oferta.
Me empiezo a preguntar por qué será.
Hasta hoy. El día de mi muerte, en el cuál, mi hija me confiesa:
- No quiero que te vayas.
- Ni yo quiero irme. Agradezco irme el último de los dos, pero vaya... Cuéntame, tras tantos años, te negabas a operarte y, de hecho, me he dado cuenta. Nunca has visto bien. Siempre has tenido las gafas mal graduadas. ¿Por qué?
- No se te escapa una...
Le miro con la mejor sonrisa que mi débil corazón me deja mostrar.
- Sí que tuve las gafas graduadas, un año entero. 2109.
- Ese año fue el peor de tu vida...
- ... Ví nítido, el mundo, la vida... Y a mi marido.
- ¿Diego?
- Sí. Desde ese día las rompí. Al graduarlas de nuevo, mentía, veía mal.
- Pero... ¿Eso por qué?
- Amaba esa voz.
Un escalofrío recorre mi espina dorsal. La voy a echar de menos con cada fibra de mi corazón.
Pero se acabó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario